PIONEROS
 
Domeyko o la fuerza de las ideas

Sol Serrano
historiadora

Me imagino que en la abundante literatura existente sobre cómo se debe ser para hacerlo bien, la figura del innovador debe estar perfectamente tipificada. No soy escéptica frente a los modelos, pero torpedearlos es un sano ejercicio porque en cierto sentido nos libera del recetario y nos vuelve a la misteriosa diversidad que ha acompañado a la innovación en la historia.

Reconozco que la palabra ha dejado de gustarme, porque de ser la secuencia de un objetivo sustantivo, se ha transformado en un fin en sí mismo.

Quizás ninguno de los innovadores grandes o pequeños de la historia se propusieron serlo. Lo fueron porque los movió alguna convicción poderosa.

Ignacio Domeyko (1802 - 1889), ese ingeniero polaco que llegó a Chile en 1838 contratado por el Gobierno para ser profesor de mineralogía en el liceo de Coquimbo, parecía cualquier cosa menos un innovador. Primero por su carácter, sencillo, formal,moderado, quitado de bulla; segundo, por su ideología conservadora católica en épocas en que el cambio venía del liberalismo laico. Pero era cualquier cosa menos un autocomplaciente.

Domeyko fue un nacionalista que luchó duramente contra la ocupación rusa de Polonia, lo cual le valió múltiples persecuciones hasta su exilio definitivo en París en 1830. Volvió sólo una vez poco antes de su muerte, y en su oficina como rector de la Universidad de Chile (1867 - 1884) mantuvo siempre un pequeño cofre con un puñado de tierra polaca.

Era un científico que recorrió todo nuestro territorio analizando sus minerales y a pesar de su distancia de los centros de conocimiento, fue miembro activo de la comunidad científica mundial, a través de sus publicaciones en las más importantes revistas especializadas. Era también un intelectual sensible a los nuevos patrones de organizaciones del conocimiento que imponía la revolución científica y que él quiso siempre armonizar con la religión.

Su importancia consiste en haber sido el fundador de las ingenierías y de las ciencias experimentales en Chile. Fue un importante reformador de la educación secundaria y, junto con Andrés Bello, el gran cerebro en la formación de la Universidad de Chile.

Pero esta afirmación abstracta pasa por alto esa pequeña historia de azares, intuiciónes y compromisos que es de donde nace la innovación.

Domeyko se había graduado en ciencias físicas y matemáticas en la Universidad de Vilna y aprovechó su exilio en París para estudiar en la Ecole des Mines en un momento en que la ingeniería francesa estaba en la punta por ser la pionera en la vinculación entre ciencia y tecnología.

Una vez recibido de ingeniero se fue a trabajar a una mina en Alsacia, donde recibió una carta de su antiguo profesor ofreciéndole ser docente en Chile. Aceptó inmediatamente, porque revivió su sueño infantil por los largos viajes y porque le permitiría investigar cientificamente territorios desconocidos. El gobierno chileno le ofrecía un sueldo cuatro veces superior al que ganaba.

Domeyko llegó a Coquimbo en 1837, premunido de 30 cajones de libros e instrumentos de laboratorio. Llegaba a un territorio minero donde no había ni un sólo ensayador profesional, donde los productores vendían el mineral sin saber cuál era su ley y donde se creía que la mineralogía era lo mismo que el cateo.

Domeyko comprendió que tenía que despojarse de su calidad de científico y empezar por lo más básico: convencer a los padres que ese estudio era útil y, por tanto, obvió la teoría, llevó a los alumnos a recoger los minerales y a analizarlos en el laboratorio para que vieran con sus ojos para qué servía.

Cinco años estuvo Domeyko en esa tarea que asumió como un desafío personal. Logró formar tres buenos estudiantes y consiguió que el gobierno los enviara a estudiar a Europa para que asumieran más tarde la docencia.

Cuando su contrato expiraba, viajó por primera vez a Santiago. Comenzó la segunda fase de su carrera: profesor del Instituto Nacional, miembro del Consejo Universitario y, finalmente, rector de la Universidad de Chile por casi 20 años. Fue entonces cuando fundó las ingenierías tratando de convencer ahora a una aristocracia rural de que la ingeniería también podía ser una ocupación de gente decente. Tres décadas se demoró en lograrlo y la ingeniería chilena fue una de las más sólidas del continente.

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