OPINAN
 
Un terco desasosiego

Martín Hopenhayn

Son muchos, aquí y afuera, los que ven el modelo chileno como el mejor de los viables para conciliar crecimiento económico, democracia política, racionalización del Estado, estabilidad sociopolítica y dinamismo productivo. No puedo negar, en lo objetivo, que un crecimiento sostenido por encima del 6% del producto al año, en un estado de derecho y con reducción significativa de los índices de pobreza, constituye rasgos alentadores.

Pero esto no significa que haya que abandonar toda visión crítica del statu quo y subirse a la carreta de la publicidad, de la euforia tecnológica y la hiperkinesia del mercado. Me parece que hay cosas importantes que no provee el modelo, y que tampoco hemos podido idear desde sus márgenes. Me refiero a un cierto sentido perdido de comunidad y solidaridad, a proyectos colectivos que muevan nuestras energías más personales, y a motivaciones culturales que nos pongan en el horizonte una promesa -aunque sea vaga- de realización personal. Todo esto brilla por su ausencia.

En este contexto me pregunto: ¿cómo sortear la tentación de la autocomplacencia (sobre todo a los que nos va relativamente bien en la tarea de sobrevivir), y verbalizar de manera personal un desasosiego que percibimos como colectivo? ¿Qué nuevas preguntas podemos formular en torno a los sentidos últimos de nuestra apuesta modernizadora, de nuestro nuevo espíritu triunfalista que recorre a políticos, empresarios, publicistas, operadores mediáticos, sociológicos de las organizaciones y asesores de todo tipo? Insisto en ejercer el sentido crítico. Allí parto preguntando si nuestro modelo de modernización promueve o inhibe una mejor calidad de vida. Tenemos al respecto indicadores positivos como la reducción de carencias básicas, el acceso más generalizado a los medios de comunicación, mayores logros en indicadores agregados de salud y educación, y disponibilidad de mayores bienes de consumo. Pero pagamos altos costos en términos de deterioro en otros ámbitos de la calidad de vida: la congestión irracional del tránsito (o más aún, la entropía de la cultura del automóvil), el nivel absurdo al que llega la contaminación de nuestro aire, el notable aumento en las estadísticas de atenciones clínicas por problemas nerviosos, la mayor inseguridad (y sensación de inseguridad) ciudadana, el mayor distanciamiento de la naturaleza y la sensación de irrealidad, pérdida de espacios públicos y reclusión en lo privado o lo cerrado.

Un vacío de fondo

Un segundo punto crítico irrumpe en el tema de la cultura. Tengo la impresión -y sin querer pecar de apocalíptico- que el entusiasmo febril por la innovación tecnológica, el "shopping" y el "zapping", denotan un vacío de fondo, una pérdida de referentes (y a la vez la negación de ese duelo), la compulsión centrífuga por "superar haciendo" más que "superar elaborando". A esto asocio también mis reservas respecto de la aplastante cultura de la imagen: ¿hasta dónde constituye una suerte de "patología de la extroversión", una histeria del consumo simbólico, una metástasis de la circulación mercantil en el reino de la estética? Me gusta la idea de habitar un país dinámico, pero no puedo permanecer indulgente ante tanta indulgencia frente a problemas que siguen haciendo parte de un orden "alienado" (y disculpen el anacrónico concepto): la concentración de la riqueza, la frivolización de las costumbres, la cultura del dinero, la neurotización soterrada. Por allí navega un terco desasosiego que vale la pena auscultar.

Chile está más desgarrado de lo que parece, o de lo que dice estar. No es sólo cuestión de examinar los indicadores sobre distribución del ingreso y comprobar que seguimos formando parte de una sociedad muy poco equitativa. A esto también podemos agregar situaciones muy poco meritocráticas, donde los especuladores de la Bolsa pueden tener ingresos mensuales diez o quince veces superiores a los de los profesores de los liceos. Otro elemento crítico es la persistencia, pese a las oleadas modernizadoras y los discursos democratizantes, de relaciones jerárquicas y hasta "de fundo" con los trabajadores de bajos ingresos, empleadas domésticas, campesinos y pobladores marginales.

Y, por último, lo que a mi juicio es más decisivo en este desasosiego de fondo: vivimos tensados entre la innovación y la resistencia al cambio, entre la apertura a los mercados y la rigidez en los juicios morales, entre prácticas secularizadas y discursos poblados de prejuicios atávicos, entre el cosmopolitismo y el provincianismo, y, más prosaicamente, entre la adrenalina y el tedio.

Allí están las contradicciones que son, a la vez, freno y motor de nuestro metabolismo nacional.

 
Revista Correo de la Innovación.
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"Parto preguntando si nuestro modelo de modernización promueve o inhibe una mejor calidad de vida".